viernes, 30 de diciembre de 2016

El problema del disentimiento[1]:


El fenómeno del disentimiento puede tener diversas formas, y sus causas remotas o próximas son múltiples. El “di­senso” es la actitud pública de oposición al magisterio de la Iglesia, y se distingue de las situaciones de dificultad perso­nales.
Entre los factores que puede ejercitar su influencia en manera remota o indirecta, es necesario recordar la ideología del liberalismo filosófico que impregna también la mentalidad de nuestra época. Por ejemplo, se insiste en la libertad perso­nal y en que “ninguno puede ser obligado a abrazar la fe contra su voluntad”.
En este contexto un discernimiento crítico bien ponderado y una verdadera padronanza de los problemas son requeridos del teólogo, que quiere asumir su misión eclesial y no perder, conformándose al mundo presente, la independencia del juicio que debe ser la del discípulo de Cristo.
El disenso puede revestir diversos aspectos. En su forma más radical mira el cambio de la Iglesia, según un modelo de contesta­ción inspirado de lo que se hace en la sociedad políti­ca.
La justificación del disenso se apoya en general sobre diversos argumentos, dos de los cuales tienen un carácter más fundamental. El primer es de orden hermenéutico: los documentos del Magisterio no sería nada más que el reflejo de una teología opinable. El segundo invoca el pluralismo teológico, pleno en fin de un relativismo que mete en causa la integridad de la fe: las intervenciones magisteriales tendrían su origen en una teología entre otras, mientras ninguna teología particular puede pretender de imponerse universalmente. En oposición y en concor­dancia con el magisterio auténtico surge así una especie de “magisterio paralelo” de los teólogos.
Uno de los deberes del teólogo es ciertamente el de inter­pre­tar correctamente los textos del Magisterio, y al descubrir él dispone de reglas hermenéuticas, entre las cuales figura el principio según la enseñanza del Magisterio va más allá de los argumentos, tal vez desunida de una teología particular, del que ella se sirve. Sobre el pluralismo teológico, ello no es legíti­mo si no en la medida en que se salvaguarda la unidad de la fe en su significado objetivo. En cuanto al “magisterio paralelo” puede causar grandes males espirituales oponiéndose al de los pasto­res. 1) EL “SENSUS FIDEI”:

El sentido de la fe (“sensus fidei”):


El sensus fidei implica, por naturaleza, el acuerdo profun­do del espíritu y del corazón con la Iglesia, el sentir cum Ecclesia.
La libertad del acto de fe no puede justificar el derecho al disenso. El acto de fe es un acto voluntario. El respeto del derecho a la liber­tad religiosa es el fundamento del respeto juntos a los derechos del hombre.
No se puede por tanto hacer apelo a estos derechos del hombre para oponerse a las intervenciones del Magisterio.
El Magisterio tiene por misión proponer la enseñanza del Evangelio, de velar sobre su integridad y de proteger así la fe del pueblo de Dios. El teólogo que no está en sintonía con el sentire cum Ecclesia, se mete en contradicción con su empeño libre y conscientemente de enseñar en nombre de la Iglesia.
Siendo la teología y el Magisterio de naturaleza diversa y teniendo misiones diversas que no pueden ser confundidas, se trata todavía de dos funciones vitales en la Iglesia, que deben compenetrarse y enriquecerse recíprocamente para el servicio del pueblo de Dios.

La guía del Magisterio:


Corresponde a los pastores, debido a la autoridad que deriva de Cristo mismo, vigilar sobre esta unidad e impedir que las tensiones de la vida degeneren en divisiones. Su unidad, más allá de posiciones particulares y de oposiciones, debe unifi­car­la en la integridad del Evangelio, que es “la palabra de la reconcilia­ción” (cf. 2 Cor. 5, 18-20).
En cuanto a los teólogos, debido a su propio carisma, corresponde también participar a la edificación del Cuerpo de Cristo en la unidad y en la verdad, y su contribución es más que nunca arriesgar la evangelización y exige un diálogo confiado con los pastores, en el espíritu de verdad y caridad que está en la comunión de la Iglesia.
Los actos de adhesión y de obsequio a la palabra de Dios confiada a la Iglesia bajo la guía del Magisterio se refieren en definitiva a ÉL e introducen en el espacio de la verdadera libertad.

A modo de conclusión:


De todo lo que tenemos dicho podemos concluir, que:

a)        Magiste­rio está referido a la autoridad que tiene el que enseña. En los escolásticos medievales el magiste­rio se represen­taba en la “cátedra”. Y se tenía dos tipos de “cáte­dras”: la del Obispo en su catedral y la del profesor en la Universidad. Así Santo Tomás concebía dos tipos de cátedras: “magisterium cathedrae pastoralis”, propio del obispo, y, el “magisterium cathedrae magistralis” específicamente del teólogo.
b)        Hoy está utiliza­da casi exclusivamente al oficio de enseñar de los obispos, aunque no se niega que también los teólogos desempeñan el papel de enseñar, pero el término se ha ido aplicando con más propie­dad al rol de los obispos.
c)        En el número 22 de la Lumen Gentium habla del Colegio o cuerpo episcopal en unión con el Romano Pontífice quien es quien da autoridad a la unión de los obispos. También el número 25 habla del magisterio pero del magisterio “auténtico” y “supre­mo”. Pero no en el sentido jurídico, sino como autoridad en el ministerio del servicio, como se señala en la Dei Verbum N. 10: Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, ense­ñando solamen­te lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo.
d)        La Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Sagrado Magiste­rio de la Iglesia son tres elementos esencia­les para comprender la palabra de Dios, ya que la palabra depósito sugiere el hecho que la autorevelación de Dios a la humanidad es definitiva en el evento Cristo y que esta palabra de Dios defi­nitiva es un tesoro confiado a la Iglesia, el cual no estará posteriormente aumentado. Ya que es un rol esencialmente conser­va­tivo el del Magiste­rio. La misión del magisterio emerge directamente de la economía de la fe misma, en cuanto el Magis­terio es, en su servicio a la palabra de Dios, una institu­ción querida positivamente de Cristo como elemento constitutivo de la Iglesia.
e)        El deber de custodiar santamente y de exponer fielmente el depósito de la divina Revelación implica, por su naturaleza, que el Magisterio pueda proponer “en modo definitivo” enunciados que, también si no están contenidos en las verdades de fe, están a ellas todavía íntimamente unidos, así que el carácter defini­tivo de tales afirmaciones deriva, en última instancia, de la Revelación misma.
f)         Es sujeto del Magisterio: El Pontífice romano cumple su misión universal con la ayuda de los organismos de la Curia Romana y en particular de la Congregación para la Doctrina de la Fe en lo que respecta la doctrina sobre fe y sobre moral. Y los obispos unidos al Romano Pontífice, como igualmente las Confe­ren­cias Episcopales.
g)        El servicio a la doctrina, que implica la investigación creyente de la inteli­gencia de la fe, es decir la teología, es por tanto una exigen­cia a la que la Iglesia no puede renunciar.
h)        Entre las vocaciones suscitadas del Espíritu Santo en la Iglesia se distingue la del teólogo, que en modo particular tiene la función de adquirir, en comunión con el Magisterio, una inte­ligencia siempre más profunda de la palabra de Dios conteni­da en las Escrituras inspirada y transmitida de la Tradición viva de la Iglesia. La ciencia teológica, que, respondiendo a la invitación de la voz de la verdad, busca la inteligencia de la fe, ayuda al pueblo de Dios, según la reco­menda­ción del apóstol (cf. 1 Ped. 3, 15), a dar cuenta de su esperanza a quienes lo requieran.
i)         El Magisterio vivo de la Iglesia y la teología, con diversos fines, tienen últimamente el mismo fin: conservar el pueblo de Dios en la verdad que libera y hace así las “luces de las naciones”. Lo que hace que estén en relación recíproca.
j)         Entre el Magisterio y los teólogos debe haber un diálo­go y debe tener una doble regla: “unitatis verita­tis” y “unitatis caritatis”.



[1] Ibidem.

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